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Druida

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He vivido cuarenta y dos mil ciclos lunares velando por la protección de los distintos territorios poblados antaño por mi raza. Hace mucho tiempo éramos miles, decenas de miles. Nuestra sociedad era próspera y nuestros hermanos del sur eran aún más numerosos que nosotros. Elfos altos, de pelo oscuro y ojos claros; estaban preparados para la guerra. Nosotros en cambio éramos pacíficos, de cabellos dorados bañados por el sol y miradas penetrantes. La naturaleza de mi raza siempre ha sido bondadosa, y siempre he creído que gracias a eso, nuestra sociedad se alzó próspera y nuestras riquezas fueron abundantes.
Nací en una pequeña aldea al norte de Bosquefrondoso, los días de mi niñez eran cálidos e inocentes. Jugaba, trepaba y peleaba contra los demás niños de mi pequeña aldea. Pronto me sentí atraído por todo lo que me rodeaba, comencé a estudiar y la vieja líder del clan me tomó cariño al verme memorizar los grimorios de la antigua biblioteca con tanto ahínco. La llamábamos anciana ya que era la mayor del clan, sin embargo, su aspecto había permanecido inmutable desde antes de que mis propios padres vieran por primera vez la luz de este mundo. El día que me convertí en un cachorro de león aquella pobre anciana se asustó, pero no tardó en reconocer mi talento y me recomendó al Gran Maestro del gremio de magos. Aquello me alegró mucho, significaba que podría viajar y ver el amplio mundo ya que todos los magos, tarde o temprano acababan marchando a Cumbrenevada para formalizar su adiestramiento y demostrar los conocimientos adquiridos.
Sin embargo, mis padres no estaban conformes, pues ellos deseaban que su hijo pequeño fuera cazador al igual que mis hermanos; o guerrero, a imagen y semejanza de mi abuelo, que había sido elegido Líder de la aldea durante cuatro períodos consecutivos. Lo que ellos no comprendían, es que yo no encontraba placer en desposeer del don de la vida a otras criaturas.
En una ocasión acudí a una cacería junto a los jóvenes aprendices a cargo del Gran Maestro del gremio de cazadores de Bosquefrondoso. Durante los primeros minutos disfruté explorando el bosque, pero no tardamos demasiado en encontrar a un cervatillo y a su madre. Para demostrar mi valía, mis compañeros exigieron que fuera yo, el débil amante de los bosques, el que disparara la flecha mortal sobre la cierva madre. Mis manos temblaron al tensar el arco, no quería hacerlo, y  nadie era capaz de percibir mi sufrimiento. Estaba a punto de dejar que la flecha cortara el viento en dirección al vientre de la madre, cuando de pronto una joven elfa saltó desde un árbol cercano y se interpuso en entre mi presa y yo.
—¡No!—gritó ella—. ¿No ves que si lo haces, su pobre cría se quedará vagando indefensa por el bosque?
—Debo hacerlo —respondí entre titubeos y temblores—. El gremio me ha pedido que lo haga, pero yo… No puedo.
La joven elfa se acercó entonces a mí, y con una suavidad inusitada agarró el arco y me lo quitó de las manos. Nuestras miradas se cruzaron. A la luz de los rayos del sol que se colaban por las ramas, pude percibir un destello violáceo en sus ojos. Y compasión, su mirada desprendía compasión, como si observara a un halcón enjaulado. Ella se acercó más a mí, y comenzó a susurrarme palabras al oído. Pude sentir por un instante el calor de su mejilla contra la mía.
—No estás hecho para esto—opinó la joven entre susurros para evitar que el resto de cazadores la oyeran—. Te dirán que eres débil, esos a los que llamas compañeros puede que te desprecien, pero tú debes proteger, no destruir. Mantener el equilibrio, ayudar a todas las criaturas. Hazme caso.
La joven se separó de mí y acto seguido se dirigió al grupo de cazadores que permanecían a nuestro alrededor, profundamente molestos con la joven elfa de mirada violácea.
—¡Vosotros! —gritó la elfa—. ¡Si no queréis tener un problema con el gremio de druidas, escoged bien a vuestras presas! La aldea no subsistirá si seguís aplicando la caza indiscriminada.
Acto seguido la joven se marchó veloz corriendo entre los árboles, seguida por el cervatillo y su madre, y los cazadores la observaron alejarse entre murmullos de enfado y desaprobación. Yo aún sentía el calor de su mejilla en mi cara.
Tras ese incidente, discutí durante semanas con mis padres y mis hermanos, había decidido ingresar en el gremio de druidas y no iba a permitir que me detuvieran, nunca había estado tan seguro de nada, ni siquiera cuando la anciana me propuso estudiar lejos, con los magos. En este caso, el gremio de druidas se situaba en la ciudad de Verde Vergel, a poca distancia de nuestra aldea, así que no debería haberles preocupado que me sucediera algo en algún lugar lejano. En realidad, ellos simplemente consideraban que druidas y magos pertenecían a un estrato social más bajo que el de cazadores y guerreros. Supongo que consideraron que creyeron que un druida traería deshonor a su noble casta de aguerridos luchadores. De modo que me marché, no obtuve su aprobación y nunca volví a saber nada de ellos.
Fueron días grises y tristes, no paró de llover durante las tres jornadas que tardé en llegar a las puertas de Verde Vergel. Estaba amaneciendo, y al verme con la ropa empapada y cubierta de barro, un guardia humano, el más gordo que había visto en mi vida, dudó en si dejarme pasar o no. Según él, tenía pinta de mendigo peligroso, pero sólo bastó decirle que era un aprendiz de druida para que el orondo guardia comenzara a reír y me abriera las puertas. Le pregunté el camino hacia el gremio y me lo indicó de buen grado, incluso se ofreció a acompañarme la mitad del camino ya que había acabado su turno y regresaba a casa. Tras despedirme del guardia, comencé a fijarme detenidamente en la ciudad, era preciosa. Altos edificios de mármol blanco y calles adoquinadas, pero sobre todo árboles que se fundían con las casas y las torres, y que parecían ser los mismos que descansaban allí antes incluso de que comenzara la construcción del primer edificio.
No tardé en encontrar la puerta de la torre de los druidas y entré con paso decidido. Me encontré entonces con una lúgubre habitación sin ventanas y cuya única iluminación provenía de dos velas encendidas en lo que parecía ser un mostrador. Me percaté de que había una persona y me acerqué para preguntarle cómo podía ingresar en el gremio, cuando de pronto oí una voz familiar.
—Vaya, así que el joven cazador ha llegado a Verde Vergel.
Era la joven elfa que había evitado que asesinara a aquella cierva, no pude evitar que una sonrisa surcara mi rostro al observarla.
—No soy un cazador. Tú misma lo dijiste, no sirvo para eso.
—Entonces, ¿qué haces aquí? —inquirió la joven elfa—. ¿Quieres ser uno de los nuestros?
—Es lo que pretendía. ¿A quién debo solicitárselo?
—Al viejo del mostrador seguro que no —respondió la elfa entre carcajadas—. En realidad este edificio sólo se utiliza como dormitorio para los aprendices y como biblioteca. Pero tranquilo, acompáñame a Bosquespeso y te presentaré al Gran Maestro. Por cierto, me llamo Írea.
Y así lo hicimos. Bosquespeso colindaba con la ciudad, de modo que sólo hacía falta atravesar la puerta oeste para llegar. Durante el camino, ambos charlamos animadamente, ella también era una aprendiz, llevaba en el gremio apenas nueve ciclos lunares. Pronto advertí que ambos seríamos muy buenos compañeros.
El Gran Maestro me recibió a la sombra del árbol más grande que había contemplado en mi corta vida, de sus ramas colgaban lo que parecían ser casas. Írea me explicó que cuando se nos otorgara el título de druidas podríamos vivir en una de esas casas colgantes si ése era nuestro deseo. El Gran Maestro era un elfo del sur, de pelo negro, alto y robusto. En un principio su aspecto me intimidó, pero pronto comenzamos a hablar de una manera bastante informal. Me comentó que la orden, según el cómputo de la ciudad, llevaba en activo desde antes de que se construyera la ciudad. Me explicó los deberes que tendría como aprendiz, y me advirtió de que el día a día en la vida de un aprendiz de druida era muy duro. Durante el primer año recorrería los bosques en solitario, aprendiendo directamente de la naturaleza, con el objetivo de conocer plantas curativas, remedios e ingredientes para pociones, así como para saber convivir con todas las criaturas que habitaban los bosques. Más tarde comenzaría el adiestramiento mágico y de manipulación del entorno, así como la transformación en diversas criaturas. Cuando le comenté que poco tiempo atrás había sido capaz de transformarme en cachorro de león, el Gran Maestro se quedó francamente sorprendido.
Fui aceptado, y durante los primeros tres ciclos lunares Írea me acompañó por los distintos bosques del norte. Tras esos tres ciclos ella finalizaría la primera fase de su aprendizaje y yo me las vería a solas con la naturaleza. Así fue, y entre ella y yo surgió un sentimiento de amistad y compañerismo que acabó derivando en algo más fuerte. Decidí que en el futuro quería formar una familia con ella. sería complicado pues los druidas somos seres errantes y nómadas, a menos que nos instalemos como consejeros en algún pueblo o aldea, a pesar de todo, viví con esa ilusión durante mis años de aprendizaje y mis primeros años como druida.

Sin embargo, nadie pudo prever el desastre que se avecinaba: La catástrofe, así la llamamos. La ira de los dioses cayó sobre el mundo provocando devastación y muerte.
Todo comenzó cuando jóvenes humanos del este despertaron la semilla de la vida y trataron de equipararse a aquellos que los habían creado. Mis hermanos del sur, ávidos guerreros seducidos por un poder que no les correspondía y para el que no estaban preparados, se aliaron a los orientales y las huestes de elfos y humanos partieron hacia los confines del mundo. Los humanos les habían explicado que gracias a la semilla de la vida, junto a la semilla del conocimiento, obtendrían un fruto que los liberaría y los convertiría en dioses, inmunes a cualquier mal y dueños de su propio destino.
Creyeron estar preparados para combatir cualquier peligro, sin embargo, pronto se desataría la tormenta, pues los dioses no permitirían que aquellos débiles seres a los que habían creado trataran de rebelarse y romper las cadenas de la existencia que se les había impuesto mucho tiempo atrás. Desde la distancia pude apreciar cómo una columna de rayos oscuros descendía destrozando el cielo y la tierra y ocultando el sol a su paso por el este. Humo negro, muerte, caos. El mundo había cambiado para siempre.
No se sabe muy bien cómo, ya que ningún guerrero regresó del este, pero todos cayeron, y la oscuridad, implacable, bañó los bosques antaño rebosantes de vida. Criaturas que yo mismo había visto nacer y desarrollarse perecían ante mis ojos sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Yo, el protector de los bosques, el protector de la vida, estaba indefenso ante el caos que mis congéneres habían provocado. De modo que me vi obligado a marchar al oeste junto a mis hermanos y junto a enanos, gnomos y bestias. Junto a Írea. No veíamos otra opción que huir de la oscura tormenta que se acercaba y que cada noche parecía resquebrajar el cielo cada vez más cerca de nosotros. Avanzando lentamente, pero sin detenerse nunca.
El viaje fue largo y azaroso, por el camino perdimos a muchos compañeros y amigos que nos habían acompañado desde que se desatara la catástrofe. Algunos murieron a causa de enfermedades desconocidas y abundantes en el oeste, otros fueron atacados por criaturas oscuras que se arrastraban y surgían de entre las sombras de la noche. Pronto descubrimos que eran siervos de la Madre Oscura, una renegada, mil veces maldita por los dioses y que había encontrado refugio en el extremo occidental del mundo. Para protegernos, cada noche debía invocar a las raíces profundas de la tierra para que nos sirvieran de escudo, y a lo largo de los bosques combatí contra incontables monstruos con sed de sangre y destrucción. A veces tomaba la forma de un oso, otras veces la de un león. Írea solía luchar en la piel de un jaguar, y los demás druidas que nos acompañaban tomaban distintas formas a su vez, cada una más fiera que la anterior. De este modo, tras muchas lunas de viaje, nos vimos rodeados por los peligros de la incesante tormenta oscura y los siervos de una sirviente de dioses renegada.
En una ocasión un lobo negro, gigante, sin duda afectado por la magia de la Madre Oscura, nos atacó sin previo aviso en mitad de un claro. Intentamos abatirle, pero no parecía sentir dolor. Muchos enanos guerreros murieron a causa de las fauces de semejante criatura, entre semejante claro perdí de vista por un instante a mi compañera. Cuando miré de nuevo hacia donde estaba el gigantesco lobo, la vi allí, luchando en forma de jaguar. Grité desesperado, corrí, mi cuerpo comenzó a transformarse en el de un león, apoyé las patas delanteras en la tierra y comencé a correr tan rápido como pude. Estaba cerca, casi podía tocarla, cuando los dientes del lobo se hundieron en el cuello del puma y lo desgarraron. Rugí presa de la rabia, y ataqué al gigantesco lobo negro. Consiguió lanzarme a varios metros de distancia y entonces rugí de nuevo. De pronto la tierra comenzó a moverse, las raíces asomaron y con un movimiento veloz se abalanzaron sobre la negra criatura, enredándose en sus patas. Ya sin poder moverse, otra raíz surgió de debajo de su vientre y lo atravesó.
Corrí hacia Írea mientras recuperaba mi forma de elfo. La observé tendida en el suelo, ella también había recuperado su cuerpo, y de su cuello desgarrado aún brotaba sangre pero no quedaba en ella ni un hálito de vida. Grité, lloré y maldije a todo aquel que hubiese tenido que ver en la muerte de mi compañera, de mi amiga. Y la abracé.
La noche en que enterré a Írea en uno de los bosques más occidentales del mundo, fui testigo de cómo la oscuridad del cielo comenzaba a disiparse. Era una buena señal. Pronto emprenderíamos el camino de vuelta a casa lejos de los dominios de la bruja negra, sólo que sin ella. El camino de regreso sería mucho más duro, estaba seguro, y la destrucción que encontraríamos sería inimaginable.
Según el cómputo humano, estos sucesos acaecieron hace dos mil años y desde entonces mi misión en el mundo ha sido la de reconstruir aquello que la ira de los dioses nos arrebató. Lo que la codicia nos arrebató. Viajo por el mundo repoblando la naturaleza destruida. Soy un elfo, un águila, un león, un oso y un jaguar. Debo proteger, no destruir. Mantener el equilibrio, ayudar a todas las criaturas.
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Comments2
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1oshuart's avatar
sin palabras increible !! gracias !